Hoy en día, es cada vez más común para los psicólogos infantojuveniles que al explorar sobre la problemática que trae a padres e hijos a consulta se encuentren en algún punto con el hecho de que uno de los progenitores o ambos duerme con el hijo cuando este ya es mayor, es decir, pasados los dos años..

Es normal y esperable que tanto padres como hijos deseen en alguna ocasión compartir la cama, pues suponen instantes de afecto y cercanía física de los que todos sentimos la necesidad en algún momento. Como decíamos, su práctica es frecuente e incluso sana de forma esporádica, por ejemplo, cuando los niños están malitos, tienen miedo o piden cariñitos. Esto les permite experimentar la seguridad que se desprende de la cercanía de sus padres. Sin embargo, si las excepciones se convierten en costumbres o hábitos estas pueden tener un efecto negativosobre la calidad del sueño y el aprendizaje de la autonomía de los niños.

«Compartir la cama a veces está condicionado por falta de espacio en el hogar. Pero la literatura médica demuestra que las causas trascienden ese ámbito y que este fenómeno no sólo se da en poblaciones con un estatus socioeconómico medio y bajo, sino también alto«, admite la neurofisióloga Rosa Peraita, responsable de la unidad del estudio del sueño del hospital Gregorio Marañón de Madrid. Ésta doctora señala además que el hecho de compartir la cama con los padres puede perturbar el sueño de los pequeños y que esto es algo demasiado importante como para permitirse el lujo de ponerlo en riesgo. Durante el sueño de segregan hormonas como la del crecimiento, el cortisol o la melatonina y hay una elevada actividad de la corteza cerebral, fundamental para la maduración y la adquisición de conocimientos y aprendizajes nuevos.  

Otro de los argumentos que justifican que adulto y niño duerman en camas y habitaciones separadas es que el niño, al igual que el adulto, es un ser sensual, por lo que la situación “cuerpo a cuerpo” que se da entre ambos, cuando duermen juntos, resulta inapropiada.

Entre los tres y los cinco años los niños pueden sufrir pesadillas y terrores nocturnos, tanto estos como el miedo a la oscuridad son evolutivos, por supuesto hay que tranquilizar a los niños, escucharlos, consolarles, relajarles y posteriormente insistir en que no pasa nada y que es necesario que vuelvan a su cama. Lo peor que puede hacerse es llevarle a la cama de los padres para que se calle y les deje dormir. Acabará convirtiéndose en una costumbre por ambas partes, y lo que es peor se trasmitirá al niño que verdaderamente tiene algo que temer.

Dormir solo es un ejercicio que fomenta la confianza por ambas partes, el niño aumenta su autonomía y consecuentemente su autoestima, pues comienza a ver que es capaz de hacer cosas solo y sin sus padres, además es importante que aprenda que puede contar con sus padres cuando lo necesite sin necesidad de que ellos se encuentren físicamente presentes de continuo, sino que puede llamarlos y ellos acudir, esto genera un vínculo emocional más estrecho. Es posible que al principio no sea fácil pero poco a poco se dará cuenta de los beneficios de tener su propio espacio y crecer. Por su parte, los padres ejercitan la confianza de que sus hijos pueden superar sus diferentes miedos y que no tiene porqué pasarles nada cuando ellos no están presentes.

 

El dormir en la misma cama junto con sus hijos también puede repercutirles negativamente a los padres pues altera su descanso y su intimidad, además puede ser un factor mantenedor de vínculos dependientes entre padres e hijos, de manera que no solo los niños ven en riesgo su autonomía, sino que también de merma la de los padres. Es importante que los padres tengan tiempo y espacio, en la tranquilidad del hogar, para desligarse de su rol de cuidador y atender sus diversos asuntos personales.

 

Pese a lo explicado en el párrafo anterior, los psicólogos especialistas en infancia y adolescencia son testigos en el día a día de su trabajo de que muchas veces son el padre o la madre los que tienen la necesidad de dormir con el hijo, más que el niño con sus padres. Esto suele ocurrir cuando el padre o madre tiene un miedo irracional muy acusado a que le pase algo al niño, también ocurre en los casos de padres separados como forma de paliar un sentimiento de soledad y se ha encontrado también en parejas no separadas que esconden un problema en su relación detrás de este tipo de prácticas.

Existe una idea popularizada actualmente sobre la bondad de la crianza a demanda, es decir dejar que sea el niño quien marque con sus deseos las necesidades que tiene y por tanto aquellas que deben de cubrir sus padres en ese momento, incluyendo entre ellas la lactancia, el destete, la retirada del pañal, el colecho, los ritmos de sueño…

Esta idea se apoya en dos pilares fundaménteles: el respeto a los ritmos de los niños (no imponerles los ritmos de los adultos) y hacer caso a la naturaleza.

Es importante aclarar que una crianza positiva y que respete los ritmos de los niños no tiene porque ser necesariamente a demanda, es posible respetar a la vez que se anima a los niños a crecer y a emprender ciertos comportamientos que, aun no habiéndolos demandado todavía van en favor de su autonomía y su bienestar.

Esto es lo que pasa con el hecho de dormir solos cuando el niño ya es mayor, se puede pensar que el mejor momento para que el niño empiece a dormir solo es cuando él lo pida. SI esta es una señal inequívoca ¿cuál es el problema entonces? El problema es que un importante porcentaje de los niños no lo piden.

Gema Lendoiro, madre, periodista, comunicadora y editora de múltiples publicaciones sobre crianza en periódicos como La Razón, el Pais, ABC… comenta en un artículo sobre el tema: “Desde el punto de vista de la antropología se sabe que el cerebro humano apenas ha sufrido grandes desarrollos en miles de años. Es de suponer que el bebé hijo del homo sapiens no dormía en un cuna en una confortable casa a salvo de cualquier animal salvaje que pudiera devorarlo, así que la naturaleza, en su infinita sapiencia y búsqueda continua de la supervivencia ha creado sus propios mecanismos de defensa, de manera que un cachorro humano que duerme con sus padres tiene muchas más probabilidades de llegar a ser adulto que otro que se queda a merced de depredadores. Obviamente, un niño del siglo XXI duerme en una confortable cuna a salvo de la lluvia, el viento, el frío y los lobos, pero eso su cerebro no lo sabe. De ahí que la naturaleza cumpla con su labor.”

 

Si bien es cierto que como animales humanos que somos contamos con instintos naturales que facilitan nuestra labor como padres, también lo es que con el sentido común que nos otorga el ser seres racionales podemos desafiar estos “mandatos de la naturaleza” en aras a ofrecer a nuestros hijos la mejor crianza posible. Los detractores de este tipo de “empujoncitos”, como el que supone animar a un niño a dormir solo cuando ya es mayor, se suelen preguntar: ¿puede alguien saber más sobre lo que necesita un niño que el propio niño?, pues si, sus padres.

Los miedos por la noche, o la reticencia del niño a dormir solo van a estar ahí, porque son evolutivos, están por naturaleza, pero no es labor de los padres facilitar que se perpetúen, sino animarlos a superarlos.

¿Cómo podemos entonces conseguir que nuestros hijos duerman solos?, aunque hablaremos de esto en otro artículo, podemos adelantar que los primeros pasos son siempre iniciativa de los padres, y consisten en: discernir hasta qué punto es una necesidad de progenitor o una del niños, ser capaces de ver todo lo bueno que tiene otorgar de esta autonomía el niño, asumir el sacrificio o la renuncia que supone para uno padre/madre no dormir con su hijo y estar dispuesto a gestionar sus propios sentimientos de miedo o soledad si es que los hubiese. Sin estos pasos previos no es posible enseñar a un niño a empezar a dormir solo.

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